Introducción:

 

EL CASCO DE GUERRA EN EL SIGLO XX

Se ha insistido mucho en que, pese a las razones aritméticas, el siglo XX comenzó en la primavera de 1.914. Fue el momento en que se cambiaron profundamente muchos conceptos que habían caracterizado la vida y el pensamiento del siglo XIX y que permanecían inalterados durante los primeros años de la nueva centuria. Según esta razonable teoría, la historia de los cascos de guerra  se inicia coincidiendo con el nacimiento del siglo.

El estallido de la primera guerra mundial, la primera del siglo XX, marcaría el sangriento inicio de la nueva era, que se reflejaría rápidamente en su desarrollo.

Demasiado pronto, en aquella primera guerra cambiaron muchos conceptos tradicionales, se dejó de hablar de batallas o movimientos, para referirse a "frentes". Sin darse cuenta, se había llegado a la imposibilidad de avanzar y se habían ido ralentizando las maniobras de los ejércitos. 

Tardíamente, los contendientes comprendieron que se estaba produciendo un formidable atasco. Y antes de que se pudieran variar las tácticas de combate, y sin que nadie quisiera comprender las razones, los soldados de todos los ejércitos se hallaron cavando profundas trincheras desde Suiza hasta las costas del Mar del Norte. Se había producido un bloqueo total.  Sin embargo, mucho antes de llegar a este atasco, desde 1.912, el Coronel Monaigne, en solitario,  venía anunciando la guerra de posiciones, pero nadie había dado crédito a sus profecías.

Tras la primera batalla del Marne (6 de septiembre de 1.914), los Estados Mayores de los países beligerantes, incapaces de reconocer su falta de previsión, pretendieron hacer un análisis de la situación. Les costaba aceptar algún fallo en sus planes estratégicos, pero la realidad había desbaratado todas las previsiones de ambos bandos. Lo más  notable que estaba aconteciendo y que condicionaría toda la contienda (que con insano orgullo o con legítimo horror, acabarían bautizando como "La Grande Guerre"), había cogido a todos por sorpresa. 

Y del asombro surgieron las grandes preguntas: ¿Cómo se había llegado a aquella situación de colapso? y, sobre todo, ¿qué había que hacer en adelante para salir de aquel atolladero?

Pero, además, había otra pregunta que se hacían los propios combatientes ¿Estaban adecuadamente equipados para soportar aquel tipo de guerra?

La primera cuestión era fácil de deducir "a posteriori". La tercera estaba clara, pero sus soluciones fueron elementales. La segunda requeriría más tiempo y millones de muertos.

El estallido de la primera guerra mundial no había sido una improvisación. Durante largos años, el Estado Mayor alemán venía desarrollando los planes para una eventual invasión de Francia. Contaban con el General Schlieffen que había proyectado un plan en 1.898 (ya esbozado en 1.881, nada más terminar la guerra franco-prusiana). Plan que el General repasaba una y mil veces, perfeccionándolo hasta en sus más insignificantes detalles. Un verdadero monumento a la meticulosidad germánica. Atravesarían Holanda y Bélgica, países neutrales  (estaba previsto qué países pretenderían mantenerse al margen, en caso de guerra), para girar hacia abajo una vez alcanzada la costa, y luego, nuevamente al Este, en una maniobra envolvente en forma de hoz, incluyendo el propio París. Las tropas enemigas serían envueltas y atacadas por su retaguardia antes de que pudieran reaccionar para reforzar sus líneas. Copado el grueso del ejército francés con sus aliados (aunque se pretendió sorpresa por la aparición de "ese pequeño y despreciable ejército, la chusma de Kitchener"), algo también perfectamente previsto, pues estaba calculada la presencia, ya en suelo francés, de una expedición inglesa como consecuencia de la política de Gran Bretaña de considerar, desde las guerras napoleónicas, casus belli cualquier ataque a Bélgica) el resto sería ya un sencillo paseo militar (de hecho, los exploradores montados alemanes llegaron a una posición, a 14 millas de París, desde donde conseguían ver la punta de la Torre Eiffel).

Por su parte, Francia, con afán revanchista, desde su humillante derrota en la guerra contra Prusia llevaba tiempo fortaleciendo su numeroso ejército, que acabó sobrevalorando, con nuevas y potentes armas, de acuerdo con su particular visión de lo que debía ser un ejército moderno, recelosa del fortalecimiento de su tradicional enemigo y vecino. Al mismo tiempo, sus estrategas trazaban sus planes considerando todas y cada una de las alternativas que pudieran presentarse ante una posible (y esperada) agresión.

Tras cuarenta años sin guerras en Europa (solo en los Balcanes se desconocía lo que era vivir en paz) todos los potenciales participantes en una futura conflagración tenían sus planes minuciosamente estudiados, sus progresivas acciones perfectamente calculadas y sus ejércitos previsoramente sobredimensionados.

Y esta era la cuestión ¿realmente había sido todo calculado, o al menos las consecuencias inmediatas más importantes, en términos estratégicos?

Llegado el momento, la ejecución del Plan Schlieffen no fue acorde con las directrices de su creador. Su desarrollo adoleció de no pocas lagunas y se ignoraron muchas de sus principales directrices. El General Von Moltke, que había sustituido en 1.906 al General Graf Alfred  von Schlieffen, no respetó el plan original, tan minuciosamente elaborado, malográndolo. El plan había sido concebido como una  "blitzkrieg", guerra relámpago, para una duración máxima de seis meses (y aprovechando al máximo la potencia industrial de Alemania). Poco antes de su muerte, acaecida en 1.912, a los 80 años, el viejo General Schlieffen insistía en "el fortalecimiento del ala derecha y la invasión de Holanda", como premisas imprescindibles e inalterables. Ambas condiciones fueron ignoradas por el General Moltke. 

Pero lo más llamativo de la preparación de las estrategias por parte de los Estados Mayores de los ejércitos beligerantes (particularmente por parte francesa) fue el ignorar la importante incidencia que, en el desarrollo de los futuros acontecimientos bélicos, provocarían las armas con que contaban, tanto ellos como sus futuros enemigos.

Cuando los alemanes consideraron fracasado su plan, conocedores de la potencialidad de las nuevas armas, decidieron estacionar el frente y cavar trincheras para situarse a la defensiva.

Incomprensiblemente, la presencia masiva de la ametralladora Maxim alemana y su adecuada utilización, fue una de las grandes sorpresas para los franceses. 

Esta máquina, llamada regadera del diablo, ofrecía una potencia de fuego superior a una concentración de cien hombres.

Pero ¿cómo pudo ocasionar sorpresa la presencia masiva de ametralladoras? Se trataba de un arma que, ya desde la guerra de Secesión norteamericana, se había desarrollado de tal forma que todos los ejércitos la habían adoptado con entusiasmo. En 1883 Hiram S. Maxim ya había presentado una nueva máquina que, gracias a la propia fuerza expansiva de la pólvora, se recargaba sin ningún esfuerzo. 

Las Vickers, Bertthier, Becker, Bergmann, Mauser, Mondragón, Fromme, Walther, Schaisser, o la propia Maxim, rápidamente perfeccionaron sus respectivos modelos en una frenética lucha por abastecer la enorme y creciente demanda. En menos de diez años las ametralladoras contaban ya con la gran potencia que presentaban en 1914. ¿Cómo pudieron los Estados Mayores de los ejércitos sorprenderse de su presencia? ¿Cómo se puedieron lanzar las enormes masas de hombres contra aquellas máquinas, como si no existieran?

Pese a ello, el comandante en jefe francés desde el 28 de julio de 1.911, General Joseph Joffre (Pappa), consideraba que nada podría detener una carga de su infantería a la bayoneta. Y fiel a su máxima de "offentive à outrance"  persistiría en mantener las tácticas de su "Plan XVII" (para el establecimiento de cuyas bases no habían sido consultados los miembros del Consejo de Defensa Nacional), el asalto en grandes y compactas masas de soldados que, a la bayoneta calada, codo con codo, oleada tras oleada, deberían llegar a establecer el cuerpo a cuerpo.

Los cuerpos de los asaltantes caían destrozados por las balas de las omnipresentes ametralladoras, máquinas proyectadas para alcanzar blancos a distancias de más de un kilómetro y que ahora disparaban a bocajarro,  en abanico, sobre amontonados blancos seguros (de 1914 a 1918, los batallones multiplicaron por 25 el número de ametralladoras en dotación). Igual que los proyectiles de fusiles que ya eran de repetición, desarrollados, como sus armas, para conseguir su máxima eficacia contra vanguardias enfrentadas a mayores distancias, de acuerdo con los conceptos de la nueva estrategia, y que habían conseguido una eficacia increíble. En esta guerra se estaba viendo que, en los ataques a las posiciones contrarias, el fuego se cerraba a distancias mínimas, para las que no había sido previsto su diseño, con lo que los efectos eran aterradores. Solo el Coronel Pétain había advertido de sus efectos, al considerar, entre otras advertencias,  que con las  nuevas armas, varios soldados podían ser atravesados con un solo proyectil, pero sus observaciones fueron ignoradas.

Pronto los alemanes aceptaron la premisa de que el ataque requería un esfuerzo muy superior al de la defensa (algo que, hasta la fecha, había tenido una valoración inversa, pues consideraban, como todos los ejércitos de su tiempo, que un ejército atacante tenía más posibilidades de victoria) y obraban en consecuencia.

Pero se empleó la Infantería como si nada hubiera cambiado. Y cada vez que se producía un asalto, ante la abrumadora potencia de fuego del enemigo, los cuadros cerrados de los soldados que trataban de cubrir a la carrera la pequeña distancia que les separaba de sus antagonistas, sufrían tal sangría, que el alfombrado de muertos sobre el terreno era aterrador. 

Los franceses continuaban negando la realidad y, sobre todo, ignorando algunos pequeños y modestos inventos que habían hecho variar todos los valores de la carga, entre ellos un elemento proyectado en Norteamérica para canalizar el ganado en las grandes praderas, el alambre de espino.

 

Además, los franceses conservaban el uniforme de la guerra Franco-Prusiana (1.870-71), pantalón rojo, chaqueta azul y kepis claro, con lo que ofrecían un blanco perfecto a los tiradores alemanes (que ya utilizaban un uniforme "felden-grau", en perfecta sintonía con el terreno). 

El general Joffre

Cuando en los combates, el humo de las armas oscurecía el campo de batalla, los uniformes debían ser de rápida e inequívoca identificación, para lo que se requería colores claros y vistosos. Pero con la aparición de la pólvora sin humo, el campo de batalla se hallaba despejado, y el soldado que llevaba uniformes claros resultaba un blanco fácil, sin posibilidad de ocultación. No obstante, muchos ejército siguieron entregando a sus tropas del frente uniformes que constituían una auténtica sentencia de muerte.

Los nuevos sistemas de movilización militar obligatoria, permitían a los Estados enviar a extensos frentes, ejércitos de millones de hombres con un costo muy bajo, que podían ser sustituidos sin dificultad tantas veces como fuera necesario (resultaba mucho más dificultosa la sustitución, por baja, de un mulo de carga, y de más difícil justificación para el mando).  Pero si los ataques los efectuaba una fuerza masiva, había que desarrollar armas de muerte y destrucción también masiva.

Resulta desconsolador que, toda la movilidad conseguida por medio de la nueva tecnología, consistiera en utilizar masivamente el ferrocarril para volcar y "clavar" rápidamente ingentes cantidades de hombres sobre el lodazal de las trincheras. La cifra de hombres enviados al frente fue enorme (baste recordar que en 1.935, el 42 por ciento de los franceses eran excombatientes).

Los grandes ejércitos quisieron ignorar la imposibilidad de progresar, a pesar de las enormes carnicerías de los primeros momentos, y persistieron en el envío suicida de grandes masas de hombres, que eran irremisiblemente segadas, como mies madura, antes de poder aproximarse a las filas enemigas. La persistencia del General Joffre en sus trágicos errores, con su anacrónica estrategia y su táctica criminal de seguir considerando decisiva la carga a la bayoneta calada, prolongó el descalabro de tal manera que, en 1.915, en lo que se denominó "Batallas de las Fronteras", del 14 al 25 de Agosto, costó a los franceses 300.000 bajas (incluso los soldados alemanes, sus enemigos, se sintieron asqueados por aquella carnicería).  

Persistiendo en los errores, casi un año más tarde, el 1 de Junio de 1.916, en la batalla del Somme (donde hicieron su parición por primera vez los tanque ingleses) hubo más de 1.000.000 de muertos. Aunque hoy nos horroricemos con ello, la declaración de guerra de desgaste, con que se calificó, tanto a la batalla de Verdún como a la del Somme, por sus enormes pérdidas y estragos, llenó de satisfacción al Gral. Goffre, que las consideraba una confirmación de sus teorías estratégicas.

El año 1.915 finalizaría con la muerte de 1.500.000 de soldados franceses e ingleses, y más de 600.000 alemanes, sin que se hubiera conseguido mover el frete más de 3 millas en alguna dirección.

La fijación de los frentes cogió desprevenidos a todos los estrategas. Nadie lo había previsto. Sin embargo las razones habían sido escasas pero suficientemente previsibles.

Cuando hombres y equipo fueron materialmente enterrados a lo largo de 1.000 millas de trincheras y alambradas, se pensó que, aunque tarde, había que variar todos los planes. Pero solo se tomaron en consideración los efectos, no las causas.

Los ejércitos modernos ya no estaban preparados para la guerra de sitio, y la horrible guerra de trincheras no era otra cosa. En consecuencia, las armas utilizadas no habían sido proyectadas para este fin y, lo que era más grave, en pocos días, el abundante equipamiento de las tropas se había convertido en inadecuado.

Con anterioridad, la constante adaptación y perfeccionamiento de las nuevas tácticas militares y la evolución de las armas a lo largo de los dos últimos siglos, habían desterrado innumerables elementos tradicionales en los ejércitos, arrinconándolos entre los trastos inútiles. Ya desde la aparición de la ballesta, las armaduras y cascos, principalmente, habían perdido todo su valor, convirtiéndose en elementos engorrosos e inútiles. 

La guerra de sitio había requerido otras armas, desterradas hacía tiempo debido a la movilidad en las batallas. Pero la inesperada aparición de las trincheras hizo recapitular a los diseñadores y desempolvar proyectos que estaban descartados por obsoletos.

Pocos años antes, en el precioso libro "HISTORIA DEL CASCO" de José Ramón Mélida, editado en 1887, pudo leerse "...Extinguido en el siglo XVII el uso de la armadura, que vino a ser innecesaria cuando la adopción de las armas de fuego en la guerra quitó importancia al combate de arma blanca cuerpo a cuerpo, el casco se convirtió en objeto de lujo ú ostentación, perdiendo todos sus caracteres de arma defensiva..."

De pronto aquella verdad se convirtió en mentira, y los proyectistas de equipos y armamento se vieron recorriendo las galerías de los viejos museos, husmeando en sus vitrinas y estudiando los figurines de los antiguos guerreros medievales. Y lo que resulta más fantástico: copiaron descaradamente buena parte de sus atributos.

Los informes que llegaban del frente insistían en la enorme proporción de bajas por heridas en la cabeza. En los frentes estabilizados, donde durante meses malvivían las tropas en el barro de profundas trincheras, conviviendo con ratas y parásitos, pero aparentemente protegidos por los parapetos, sorprendentemente esa  proporción aún era superior.  

 Reaparecieron nuevas granadas de metralla (actualización de las utilizadas en los últimos siglos), granadas que estallaban a cierta altura proyectando una lluvia de fuego y metralla sobre la cabeza de los defensores de la posición. La cabeza del soldado era el elemento más vulnerable y estaba permanentemente expuesta a la metralla o bala perdida, cuando no a ser el blanco de cualquier tirador que se aventurara unos metros por tierra de nadie. Y cualquier soldado que deambulara o se hallara de pié dentro de la trinchera, la exponía irremediablemente.

La artillería machacaba sin tregua (en Ypres, solo los ingleses lanzaron 4.200.000 obuses) empleando proyectiles que también estallaban a media altura, diseminando sus cascotes fragmentados y su metralla interna.

Si la granada de metralla fue reinventada, el casco y la coraza, era inevitable que reaparecieran al repetirse las circunstancias que aconsejaron siglos atrás su utilización. Y, sin darse cuenta, entre los suministros regulares a los frentes, reaparecieron antiguos artilugios, resurgidos para combatir viejos problemas.

Cascos de acero, armaduras, granadas de mano, etc., viejas soluciones pensadas para anticuadas guerras de sitio, eran ahora las nuevas aportaciones de la industria de guerra para una contienda moderna.

A los centinelas se les entregaron, junto a primitivos capacetes de grueso acero, aparatosas armaduras con grandes y pesadas planchas o segmentadas, que recordaban el vientre de grandes insectos, y que eran abandonadas por sus portadores en la primera ocasión de peligro, por ser un enorme estorbo sin aportar ventaja alguna.

Cascos, armaduras... faltaban escudos, y los italianos hicieron uso de ellos ya en 1916, y en 1.917 en el frente francés. 

Mostrando, una vez más,  una imagen de retroceso en el viejo arte de la guerra. Pero no fueron los únicos.

Avance italiano protegido por escudos.

Solo faltaban las lanzas, como puede verse en la ilustración que representa un ataque italiano a las trincheras enemigas en 1.916, y que bien pude reproducir una escaramuza medieval.

Todas esas "modernidades" para contrarrestar las cortas distancias, la fusilería, la ametralladoras, las granadas de fragmentación, la aviación y....las marañas de alambre de espino.

Obsérvese el soldado más retrasado, que se equipa con yelmo, armadura, escudo y lanza.

Los franceses fueron los primeros a la hora de distribuir cascos de acero a las tropas del frente (se habían basado en el casco de bombero en uso por aquel tiempo), modelo desarrollado por el Gral. Adrian y de quien heredó su nombre. 

Los alemanes, por su parte, se habían anticipado en el estudio de algún tipo de casco, pero fueron más lentos en el desarrollo del modelo definitivo. Finalmente, fabricaron unos grandes cascos basados en un conocido modelo utilizado en el siglo XVI, entregándolos inmediatamente a la tropas del frente (por fin habían comprendido lo inadecuado para la guerra de trincheras, del Pickelhaube, casco de pico, en cartón y cuero).

Los ingleses también recurrieron a la Edad Media, recuperando un casco que habría sido reconocido por cualquier guerrero que hubiera luchado junto a Santa Juana de Arco y al que dieron el nombre de su reinventor, "Brodie".

Otros ejércitos aprovecharon las iniciativas de estos tres países, adoptando sus soluciones. El casco Adrian francés fue adquirido inmediatamente por países como Rusia, Italia, Serbia o Bélgica, entre otros. El modelo inglés lo adquirió Estados Unidos y pronto equiparía las tropas de todos lo países de la "Commonwealth".

También el casco con que Alemania había equipado a sus soldados, el Mº Stahlhelm 1916, tuvo adeptos en otros países. Algunos, como Turquía, con ligeras variantes.

En poco tiempo, la mayor parte de los ejércitos contaban con un casco reglamentario que se mantuvo sin sustanciales variaciones hasta el estallido de la 2ª GM.

Pero, en la nueva contienda de 1.939, la Segunda Guerra Mundial, la situación de los frentes era totalmente distinta. Frente al estancamiento de la Grande Guerre, la principal característica de esta última, era la movilidad. 

Los cascos que equipaban todos los ejércitos, beligerantes o no, habían sido diseñados para la guerra estática. Por ello, desde los mismos comienzos de las hostilidades, se iniciaron proyectos de nuevos modelos de cascos, más acordes con las nuevas necesidades. 

Los técnicos alemanes presentaron a Hitler varios prototipos para un nuevo casco, a pesar de contar con el reciente Mº 1935, evidente mejora del Mº 1916. Francia revisó su casco Adrian, e Inglaterra el MK-I. Pero los tres cascos se habían convertido en elementos emblemáticos y estaban considerados como representativos del valor de sus respectivos ejércitos. Por ello, razones puramente políticas hicieron fracasar estos intentos de actualización, que solo en algunos casos, se fueron materializando muy avanzada la contienda.

De todas aquellas reinvenciones inmemoriales de la Gran Guerra, el casco ha sido uno de los elementos que ha permanecido a lo largo del siglo XX. Su perfeccionamiento ha sido constante y ningún ejército se cuestiona hoy su evidente utilidad. Se ha estimado que, solo el casco francés Mº Adrian, de dudosas cualidades protectoras, salvó la vida a más de 2.000.000 de soldados a los largo de la primera contienda.

El avance de la Ciencia y la aparición de nuevos materiales, ha aportado su tecnología a la fabricación de cascos militares pero, en muchos casos, se sigue recurriendo a diseños de más de 80 años. No obstante, el gran paso está dado y el soldado del siglo XXI pronto será equipado como un guerrero salido de un película de Ciencia Ficción. Los militares miran con cierta esperanza el casco del futuro, que mejorará la seguridad de los combatientes y su operatividad.

Los prototipos ya existen, y en los proyectos que se están desarrollando a buen ritmo, se incorporan las más modernas tecnologías de visibilidad potenciada, telemetría, microordenadores, comunicación y diseño, compaginadas con ligereza, resistencia y marcialidad. 

Ya existen, inicialmente destinados a soldados de élite, cascos cuyas sofisticadas características, propiciadas por la conexión con satélites, superan la imaginación más atrevida. La relación de sus prestaciones es interminable y asombrosa. A corto plazo, y antes de su generalización, ya se barajan proyectos que multiplican estas prestaciones, y avanzan algunas respuestas.

Igual que sucedió con su nacimiento real, el fin del siglo XX ha traspasado el tiempo hasta el 11 de septiembre de 2001. También hasta esa fecha, el mundo seguía viviendo y pensando de acuerdo con una realidad. Desde el 11 de septiembre, la concepción del mundo ha cambiado y se ha entrado en una  nueva era, el siglo XXI, radicalmente distinta. Pero una sola cosa parece segura, la era del casco de acero, aunque aún presente en medio mundo,  se cierra con el siglo XX.

 


ALEMANIA ARGELIA ARGENTINA AUSTRALIA AUSTRIA BÉLGICA BRASIL BULGARIA CANADÁ CUBA
CHECOSLOV. CHILE CHINA DINAMARCA

ESPAÑA

FINLANDIA FRANCIA G. BRETAÑA GRECIA HOLANDA
HUNGRÍA IRAQ IRLANDA ISRAEL ITALIA JAPÓN MÉXICO NICARAGUA NORUEGA PERÚ
POLONIA PORTUGAL RUMANÍA RUSIA SUDÁFRICA SUECIA SUIZA TAILANDIA U. S. A. VIETNAM
YUGOSLAVIA

  PORTADA - HOME

INTRODUCCIÓN COMENTAR SABER MÁS LINKS